sábado, 3 de marzo de 2012

LA CITA DE ELENA


LA CITA DE ELENA




Con una excesiva parsimonia,  Elena, regó en su balcón cada una de sus plantas. Mientras, sobre su cabeza el cielo celestizaba los blancos lienzos que colgó la mañana. Luego, entró en el departamento y echó una última mirada. Desde las paredes una media docena de cariñosos rostros se revolvieron dentro del marco de sus cuadros acomodándose para mirarla. Ella les devolvió una sonrisa. No pretendía esconderle lo de su cita, pero, determinó no contarles nada.

Frente a un espejo retocó su cara. Un poco de maquillaje. Un grosor a sus pestañas. Y luego de tantos años dejó que el labial tocara, de nuevo, su boca. La misma boca conque tantas veces lo besara…Luego. Miró sus cabellos y acomodó sus canas.

Volvieron a temblar sus manos al descubrir los recuerdos que su memoria, entre algodones, tapaba. Y regresaba, atrás en el tiempo, encontrando de nuevo su rostro, sus ojos, su sonrisa  y ese sonido melodioso cabalgando su voz en la articulación de cada palabra.

La vida había sido injusta en separarlos. Él, se marchó cierta día dejándola sola. Tan sola que, sus lágrimas secaron blanquecinas sales sobre el lustre de los muebles mancillando sus pátinas y sus suspiros tejieron artesanales telarañas en cada rincón posible dentro de las habitaciones y de la sala.
Pero, hoy, Elena estaba feliz. Después de tantos años había vuelto a hablar con él y  él le contó que la extrañaba. Fue una cascada de palabras frescas cayendo en sus oídos y refrescando su espíritu. Fue un torrente de emociones liberando su alma que, hacía ya tanto tiempo, vivía embargada.

Hoy tenía la cita…era temprano aún. Por eso no se apuraba.

Comprobó de haber cerrado la llave del gas y de dejar todas las luces apagadas. Por lo fresco del día se dispuso al cuello una bufanda. Echo dos vueltas de cerrojo a su puerta y tomó el ascensor hasta la planta baja.

En la calle, saludó con una sonrisa a la chica del kiosko que barría la vereda y con un gesto de la mano al canillita que voceaba. Tan solo media cuadra más adelante estaba la confitería. En la esquina. Justo enfrente de la plaza. Allí sería la cita, se sentó en un lugar dispuesto en la vereda, llamó al mozo y le pidió un café, para justificar el uso de la mesa mientras esperaba.

Minutos después, Con una sonrisa amable, regresó el mozo. Una bandeja de plata dispensaba un porta servilletas, dos terrones de azúcar y la cafetera que vertió el café dentro de su taza. Elena, acodó sus brazos sobre el mantel y disolvió un terrón en su café, dejando que su vista persiguiera el ir y venir apresurado de la gente, engarzando en su mano al giro de la cuchara. Curioseó con que prisa las personas atropellaban sus pasos sobre las baldosas desgastadas y, al cortar de los semáforos, sobre las líneas de cebra blancas. Algunas solitarias y ceñudas, otras en grupos extraviando palabras.

De pronto, al retraer su mirada, se encontró con él, de pie, frente a su mesa. Vistiendo  el mismo traje negro, que llevara al irse, la misma camisa que sus manos abrocharan, sujetando al cuello la misma corbata. Una sonrisa grande hacía de luna en su boca y una promesa de amor se ofrecía en sus ojos, bálsamo y consuelo para tantos años de ausencias y añoranzas.

Un estremecimiento frío recorrió su cuerpo y se quedó allí, mirándolo, inmóvil, sin palabras.

Al Tiempo, el mozo, al acudir de vuelta a cubrir la vereda, se sorprendió de la escena que presenciaba: La dulce señora de cabellos blancos parecía dormida, con su cabeza apoyada en el pecho. Los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y su taza de café derramada. Mientras dos palomas grises, presumiblemente de la plaza, picoteaban, una el restante terrón de azúcar y la otra, en su hombro, la punta de los flecos de su bufanda.
***

Dyango – Morir de amar
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